José Antonio vive

Abr 28 2023

A diferencia de toda la basura vertida sobre nosotros por medio de las redes sistémicas de desinformación masiva, desde que me acerqué a Falange con trece años, en el movimiento he conocido a muchas de las mejores personas de mi vida. Hombres y mujeres libres, inasequibles al desaliento, valientes, acostumbrados a ser tachados y escupidos socialmente. Tergiversados, difamados y rechazados por gente que ni siquiera se había parado a escucharles. Tan denostados públicamente como sonrientes y rebosantes de fe. Algo paradójico en un mundo que nos vende el éxito de los me gustas y la aceptación social como culmen del sentido vital. Ser falangista es fracasar a los ojos del mundo para gozar de la Gloria Eterna, porque nuestros triunfos no entienden de votos y dinero, sino de honor y fidelidad a la lucha por todo aquello que convierte la existencia en una gran causa. Por eso, «víctimas del odio, los nuestros no cayeron por odio, sino por amor, y el último secreto de sus corazones era la alegría con que fueron a dar sus vidas por la Patria». Y así nuestros mejores dieron hasta la última gota de su juventud. Empezando por José Antonio. Cómo no iba a ser odiado si alzó la bandera de la única reconciliación posible entre españoles, pudiendo traer consigo el fin de la mafia partitocrática y el enfrentamiento que tanto tráfico de poder además de negocio supone para los enemigos de España. Cómo no va a seguir siendo odiado si la revolución nacional sindicalista sería el fin de la especulación usurera con el trabajo, la vivienda, los alimentos y la luz. Cómo no van a querer matarlo de nuevo si sigue tan vivo que sus palabras y ejemplo nos atan a seguir dando la batalla sin cuartel para alcanzar la soberanía en tierra de nuestros padres, con el firme objetivo de expulsar para siempre los sucios intereses extranjeros que están llevando a nuestro pueblo por el camino de la desesperación medicada y el suicidio tanto físico como espiritual.

Sus odios jamás lograrán nada porque las victorias terrenas son tan efímeras como la propia vida y tan ridículas como intentar romper el cielo. Ellos son el cadáver mientras nuestros muertos viven más que nunca. Vuelven a caer en el error materialista de pensar que José Antonio se hallaba solo en esa tumba y que la grandeza de su figura estaba en el lugar donde reposaba. Pero no. Su nombre late en nuestros corazones y gargantas aceleradas por el sueño de pólvora y asalto que algún día hará justicia. Su nombre es el que jamás será escuchado sin un grito de «¡PRESENTE!» posterior, no sólo porque lo tengamos presente en nuestro recuerdo sino porque nos hacemos él. Respondemos por él ya que vive en nosotros. Ese es el verdadero significado de gritar «¡PRESENTE!» al unísono. Damos la cara por su nombre con todas nuestras fuerzas, mientras que después de pronunciar el nombre de los que lo desentierran sólo se escuchará silencio. Repugnantes y burgueses minutos de silencio.

Pobres liberales de izquierdas y derechas, en su impotencia incapaz de crear a veces no saben ni destruir. Como el antiguo soldado que forzado por las circunstancias deja su descanso en la montaña para bajar de nuevo al combate de la ciudad, vuelve el Joven César a iluminar nuestra militancia con la luz de su lucero. No hay tiempo para lamentos. Hubo falangistas que lo vieron sepultado en Alicante, otros en El Escorial, otros en El Valle de los Caídos y ahora es el momento de ir al Cementerio Sacramental de San Isidro, donde muchos más camaradas podrán saludarle antes de clase, de la jornada laboral o de cada campaña de reconquista callejera.

Vivimos sólo un capítulo más de la historia falangista. Que este último ataque, en lugar de romper esperanzas, sirva de revulsivo para alzar de nuevo el corazón hacia un mayor ilusionado compromiso y entrega sin excusas. Que no puedan jamás con nuestra sonrisa. Por supuesto que volverá a reír la primavera.

Juanma Fernández