Endofobia como mal, delincuencia como resultado

Autor: Gabriel García

Durante este verano no hemos dejado de leer noticias alertando sobre una preocupante y cada vez mayor inseguridad ciudadana. El ejemplo más significativo son las agresiones sexuales protagonizadas por grupos de individuos, algo utilizado por el feminismo histérico para justificar su patético discurso de lucha contra un inexistente patriarcado en lugar de poner la atención sobre una irresponsable política migratoria de puertas abiertas fomentada por los mismos partidos y personajes a los que votan; de este modo, los mismos colectivos que niegan el efecto llamada de la inmigración ilegal no tienen reparo en inventarse un efecto llamada de violadores amparados en la impunidad que les otorgaría la sociedad heteropatriarcal. Por mucho que los políticos de turno se inventen una realidad paralela con la que ocultar las miserias del presente o simplemente relativicen la gravedad de los hechos, lo cierto es que la degradación de las calles es innegable. No hay día sin noticias sobre atracos o agresiones, sobre todo en capitales de provincia como Barcelona y Bilbao, más propias de las favelas de Río de Janeiro que de una ciudad española; y en ambas se produce la irónica coincidencia de formar parte de la mitología secesionista como sus futuras capitales de Estado. Madrid, no obstante, sigue el mismo camino desde hace años y sólo hay que ver cómo Lavapiés se convierte en un polvorín cada cierto tiempo. Entre otros aspectos, será la herencia de lo que una vez se denominó pomposamente como nueva política y la guinda a los problemas de drogadicción y delincuencia surgidos durante las legislaturas socialistas y populares.

Ahora Barcelona vuelve a ser noticia por algo quizá menos llamativo que un asalto de cuatro o cinco MENAs a un turista, un ajuste de cuentas con arma de fuego, el tráfico de drogas o un apuñalamiento por razones desconocidas. Un grupo de cuatro individuos jóvenes, dos varones y dos mujeres, entró en una capilla para robar una figura de un Cristo de madera. Según la información difundida, este robo tuvo lugar el 24 de junio a las 10:00 horas. Casi dos meses después se informa de ello y la única prueba es una grabación de vídeo donde los responsables salen con el rostro pixelado, tal vez por ser menores o por mero postureo de las autoridades para demostrar que se toman la molestia de investigarlo; eso sí, se solicita la colaboración ciudadana para dar con los paritarios rateros, no sabemos si con la esperanza de que alguien reconozca las piernas y el trasero de una de las chicas. En este caso, no parece que los delincuentes formen parte de la muchedumbre de vividores y oportunistas que aprovechan la laxitud de las normativas estatales y autonómicas para trasladarse a nuestro país; para nuestra desgracia, serán españoles aunque lo mismo reniegan de ello por encontrarse abducidos en el sueño secesionista gracias a un sistema educativo vergonzoso y suicida. En cualquier caso, los moralistas progres no pondrán el grito por este nuevo episodio de delincuencia y ofensa a las creencias religiosas; es más, tal vez los protagonistas incluso participen en sus convocatorias de bienvenida a presuntos refugiados y de apoyo al procés. Las hordas de tuiteros y demás acosadores de las redes sociales no pondrán el grito en el cielo porque, como buenos cómplices de la endofobia, no van a tirar piedras contra su propio tejado.

Y es que aquí el problema principal no está en la enésima exhibición de una cristianofobia a la que la sociedad está cada vez más acostumbrada, incluso entregada sin disimulo; como tampoco lo está en si es un delito o una chiquillada, como sin duda pretenderán presentarlo algunos. Lo que se esconde detrás del robo de una figura religiosa, para ser más exactos, de una representación católica, es lo mismo que se oculta cada vez que un progre difunde una realidad alternativa para justificar por qué debemos dar acogida a todos los chavales magrebíes que vengan ilegalmente a España o por qué no habría que criminalizar a quienes agreden para robar a turistas o vecinos apelando a sus difíciles circunstancias personales. La endofobia, ese odio a uno mismo y a lo que representan sus orígenes, es la única motivación para que algunas personas se nieguen a ver lo evidente; la endofobia es el mejor combustible para la autocensura, porque a la rebeldía contra las injusticias que alberga todo ser humano sólo se la puede silenciar a base de un adoctrinamiento tan fuerte y perverso, con sentimiento de culpa incluido, que le haga creer en serio que lo ocurrido ante sus ojos es imposible que sea real. Tarde o temprano, incluso el representante político más buenista y obtuso tendrá que abrir los ojos a la realidad, aunque sólo sea como Ada Colau y actúe por encontrarse en vísperas de unas elecciones y estar en juego su poltrona; podrá ordenar todas las redadas y toda la contundencia policial que estime oportuna, pero el daño ya estará hecho y no sólo por lo mucho que habrá sufrido la gente honrada y trabajadora, sino porque el mal estará tan asimilado que muchos verán víctimas donde sólo deberían ver delincuentes. La endofobia, ese cáncer sin el cual el mundialismo lo tendría mucho más complicado para expoliar naciones y personas, va mucho más allá de unas elecciones y revertir los procesos de autoodio promocionados por el Régimen de 1978 llevaría muchísimo tiempo. Tiempo del que, por desgracia, tal vez España no disponga.

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