Autor: Gabriel García
Hará como cinco años que escuché el concepto campaña permanente. Venía a defender que la propaganda constante de los partidos por los medios de masas (televisión, radio, internet) y la interacción de los políticos con los posibles votantes mediante las redes sociales convertía las elecciones en un periodo concreto de una campaña electoral que no terminaba con las proclamaciones de los cargos electos. Por aquel entonces estaban muy en boga los movimientos surgidos a partir del 15-M (véase la Plataforma de Afectados por la Hipoteca o las diversas mareas de colores en defensa de los servicios públicos) que, según a quien se consulte, convergieron electoralmente en Podemos, una formación promovida mediáticamente en sus inicios por medios afines al Partido Popular como parte de la guerra sucia entre éstos y el Partido Socialista. La irrupción de Podemos amenazaba con desestabilizar el cómodo bipartidismo que se repartía el poder en nuestro país, convirtiéndose las redes sociales en otra trinchera más de esa disputa. Tanto se les fue las manos con Pablo Iglesias y su equipo que algunos medios se vieron obligados a conceder relevancia nacional a Albert Rivera, que en 2015 dio el salto de la política autonómica a la nacional. Aquello fue el principio de una intensa etapa de agitación que duró un año y abarcó dos elecciones generales.
La continuidad de Mariano Rajoy en la Presidencia del Gobierno no acabó con esta campaña permanente, pero sí rebajó un poco el tono. Entre otros aspectos, porque desde Podemos (y su posterior confluencia con Izquierda Unida) se presentaban como los movimientos sociales institucionalizados y en varias niveles contaban con cargos de poder que les obligaban a sustituir (parcialmente) la agitación por la gestión. Pero hubo dos cuestiones con las que los representantes políticos de todo signo han mantenido su particular campaña de agitación: la corrupción y Cataluña. Sobre todo el desafío secesionista, cuyo punto álgido abarcó los meses finales de 2017 hasta el retorno al poder autonómico de los mismos gobernantes. Sin embargo, no fue la chapucera aplicación del artículo 155 de la Constitución lo que expulsó a Rajoy del Palacio de la Moncloa, sino una moción de censura presentada en el momento oportuno (sentencia del caso Gürtel) que salió adelante gracias a la misma aritmética parlamentaria que permitió gobernar durante los dos años anteriores al Partido Popular.
Si algo cambió en España con la investidura de Pedro Sánchez no ha sido una okupación del Gobierno por los socialistas (el proceso se ha ajustado a la legislación vigente), sino el retorno de los electorales hijos descarriados al Partido Popular. Antes de la moción de censura, Ciudadanos y Vox se frotaban las manos confiando en que la descomposición del Partido Popular revirtiera en su beneficio. Ahora, con un gobierno socialista más preocupado de medidas como la ideología de género y la memoria histórica (algo que mediáticamente llama la atención y es más fácil llevar a cabo que la prometida derogación de la reforma laboral o la publicación de los amnistiados fiscales), volvemos a escuchar las llamadas al voto útil y a la convocatoria de unas elecciones generales anticipadas que, de llevarse a cabo, servirían para lo mismo que en Cataluña el pasado mes de diciembre. El gatopardismo tendrá que esperar, teniendo en cuenta que el próximo año habrá una nueva convocatoria electoral que tal vez cambie de nuevo el reparto del poder en municipios y autonomías. De momento, habrá que continuar en el Gobierno con un Presidente que no es menos caradura, sectario y siervo de la oligarquía que sus predecesores en el cargo. Pero la campaña permanente continúa… eso que nadie lo dude.