El trauma del coronavirus

GABRIEL GARCÍA

Hubo un momento en que el confinamiento provocado por la crisis sanitaria del coronavirus aspiraba a ser uno de esos acontecimientos que marcan a toda una generación. Teniendo en cuenta que la Gran Guerra de 1914, la Segunda Guerra Mundial y la Guerra Fría quedaban muy atrás, para los nacidos con posterioridad a la caída del Muro de Berlín iba a ser el primer acontecimiento con posibilidad de traumatizar a escala global a quienes lo padecieran. La maquinaria propagandística del establishment llevaba un lustro bombardeando sin parar en favor de la propaganda homosexualista y feminista, intensificando también la campaña de concienciación contra el cambio climático atribuido al hombre. Y, de repente, el mundo, pero sobre todo los países más desarrollados, tomó medidas radicales de verdad y como algo más que eslóganes y discursos emotivos. La idea de verse confinado en casa era algo brutal, prácticamente una terapia de choque, para las generaciones criadas entre los algodones de la corrección política y el ideal del progreso indefinido hacia la Arcadia feliz que tendríamos sólo con desearlo en el planeta Tierra; no obstante, la tendencia de la juventud por el contacto mediante las redes sociales y el consumo en casa de plataformas online de cine y series, entre otras costumbres, revelaba que si algo les hacía daño de verdad era el bofetón por ser conscientes de no ser tan inmunes a la muerte como les habían hecho creer en el Matrix que tanto disfrutaban.

 

Aquí no vamos a plantear teorías sobre el origen del coronavirus. No hay que descartar ninguna posibilidad: una enfermedad que siempre estuvo con nosotros y ahora se manifiesta, con origen en los murciélagos u otra especie animal; un nuevo episodio de la guerra comercial entre los Estados Unidos de América y la República Popular de China, con cualquiera de las dos potencias como responsable de la difusión original; un experimento fallido que se les ha ido de las manos a los científicos responsables de modificar un virus como arma biológica, algo que todos sabemos que se lleva a la práctica pero de lo que nadie quiere hablar en público… Por no descartar, tampoco descartamos la posibilidad de que las élites económicas que gobiernan el mundo de verdad estén detrás de esta pandemia para reducir la población del planeta, un deseo que llevan décadas manifestando con su promoción obsesiva del antinatalismo. Lo que no es muy correcto, a nuestro juicio, es defender una teoría como un dogma y, peor incluso, negar la existencia de una enfermedad que se ha llevado por delante a tantas personas en el mundo; es más, si de verdad hubiera una mano oculta detrás de todo lo que está pasando, más motivos tendríamos para preocuparnos por lo que ocurre porque sabemos muy bien que los grupos organizados en torno al poder no tienen ningún reparo en arruinar a naciones y familias con tal de cumplir sus objetivos; por otra parte, para implantar medidas como el teletrabajo o el dinero virtual no era necesario provocar ninguna pandemia, teoría conspiranoica de internet por excelencia, ya que esos planteamientos existen desde hace mucho tiempo y una población siempre es más propensa a asumirlos cuando está ensimismada que cuando está furiosa. El globalismo tenía unos planes fijados desde hace mucho tiempo y el coronavirus, más que una etapa del proyecto, sería una de las muchas variables que pueden irrumpir durante su ejecución. Y para esos planes no era necesario imponer una mascarilla a la población, a pesar de lo que se diga por las redes sociales al estigmatizarla como si de un bozal se tratase.

 

La enfermedad existe y es una amenaza. Vivimos a escala global bajo el gobierno de personajes despreciables que sólo miran por su interés. En el caso de España, lo único por lo que los muertos preocupan al Gobierno es por las consecuencias electorales que la nefasta gestión podría acarrearles en una convocatoria anticipada de elecciones. Acontecimientos trágicos como los atentados del 11 de marzo de 2004 o las mentiras del Gobierno socialista durante la crisis de 2007 trajeron cambios al frente del Ejecutivo español. Con más razón se produciría un cambio de partido o coalición en España tras la elevada cifra de muertos, la sensación de improvisación constante o los lamentables espectáculos de aplausos y buenrollismo promovidos desde el Gobierno de coalición progre. En cualquier caso, mucho nos tememos que el relevo del tándem Sánchez – Iglesias seguirá los dictados de esa Unión Europea cuya tan aplaudida generosidad consiste en prestar por plazos a España el dinero que previamente había aportado al fondo comunitario, del cual tendrá que devolver la mitad y con intereses, siempre y cuando cumpla el Estado con las condiciones acordadas; esto significa, a pesar de lo que quieren hacernos creer, que las reformas laborales de las legislaturas del Partido Popular no serán revertidas. A la espera de cómo termina el verano, continuaremos padeciendo una nueva normalidad que se parece demasiado a la existente con anterioridad al estado de alarma y el confinamiento: chantaje de algunas autonomías al Gobierno, guiños al entorno político y terrorista de ETA, estupideces feministas, el Congreso de los Diputados al nivel de un patio de colegio, el Gobierno mintiendo con descaro sobre un comité de expertos que nunca existió… Y a nivel internacional, ¿cómo olvidar la oleada de iconoclastia desatada contra el varón europeo, blanco y heterosexual? Con semejante panorama, la destrucción de un millón de empleos y la parálisis de la economía española no invita a ser nada optimistas no ya de aquí a final de año, sino a medio plazo. Al final el coronavirus supondrá un acontecimiento traumático para la generación que lo padeció, pero por ser la confirmación de la maldad, estupidez y decadencia irreversibles en que han caído los países desarrollados en el crepúsculo de la posmodernidad. Se hace urgente un nuevo orden mundial, que no el Nuevo Orden Mundial. Quien quiera entender, que entienda.

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